Cuando Marcelo Díaz paró la pelota en el borde del área grande de Independiente, nunca jamás un silencio dijo tantas cosas. Una crónica de todo lo que vivimos como hinchas de Racing hace exactamente un año y las mil y una sensaciones que recorrimos durante noventa minutos.
Aquel domingo 9/02 fue uno de esos días en que todo puede salir bien o todo puede salir mal. Podría haber sido una jornada más que quedaría en la historia o bien uno de esas que se olvidarían en el tiempo. Quién sabrá por qué.
Fue una tarde de verano en que uno duda de, si elegir o no, hacer lo que tiene ganas. Podría haber preferido dejar pasar mi voluntad de hacer algo que generalmente me hace feliz y darle una alegría a mi hermano, que tiene las mismas ganas que yo de hacer lo que quiere hacer: ir a la cancha.
Generalmente, cuando uno espera una fecha, un evento o un compromiso con muchas ansias, las horas previas o la noche del día anterior son inimaginables la cantidad de cosas que uno va pensando acerca de ese momento. Es como que uno comienza a ir jugando con el destino sin tener probabilidad ni certeza alguna de lo que está por ocurrir. Bueno. La noche anterior no me acuerdo de casi nada en absoluto.
Soy católico practicante, pibito y, como no me corre el apuro del trabajo ni urgencias económicas, los últimos diez días previos a ese domingo había estado en un barrio carenciado conviviendo junto con unos cien jóvenes más que viven la fe muy fervientemente, ayudando e invitando a los vecinos a acercarse a la comunidad parroquial para que les puedan dar una mano en lo que necesiten.
Por esta especie de retiro espiritual, traté de estar lo más alejado posible de las redes sociales. Más que nada para poder encontrarme a mí mismo y saber qué quería para mi vida y todo lo que me vendría en el resto del año con respecto a la carrera que estaba estudiando. Sí tengo varios recuerdos de abrir Twitter y pegarle una revisada cada tanto.
“El Chileno se peleó con el técnico después del partido”; “si no gana el clásico, Beccacece podría dejar su cargo”, habré leído muy, muy por arriba. Sinceramente lo dejé pasar, primero porque estaba en otra, y segundo porque hacía rato que –por suerte como hinchas- nos habíamos alejado del chismerío.
Es cierto sí, que el rumbo venía más o menos torcido. En dos fechas, Racing apenas había rescatado un empate como visitante en La Paternal, y una semana antes el mismo resultado en lo que fue la despedida eterna del gran Tito Pizzuti en el Cilindro, dos días después de su partida a un mundo mejor. En fin, veía recontra lejos lo que podía llegar a ser ese fin de semana.
Por cuestiones personales que no vienen al caso, hacía ya cuatro años que no estaba pagando la cuota social. Por ende, dependía de ligar una entrada de algún conocido periodista, del carnet de socio de un familiar o bien de una entrada de las de protocolo que les dan a los dirigentes todos los partidos y no las precisara nadie. Me turnaba con un amigo para adquirir estas entradas, y justo ese domingo no me tocaba a mí tenerlas. De todas formas nunca dejé de ir a la cancha.
En pleno retiro espiritual y cuatro días antes del día del partido, comencé con la búsqueda de algo o alguien que me permitiera ingresar el domingo al estadio. Un periodista cercano del cual tengo muchísimo aprecio y cariño por cuestiones laborales, me había asegurado que tenía a disposición tres entradas para darme. Un golazo, porque éramos mi papá y mis dos hermanos, de los cuales entre los cuatro, generalmente vamos dos o tres a la cancha. Nunca todos. Y esa tarde tendríamos también disponible el carnet de socio de un tío mío.
El excite que tuve del momento entre que me avisaron, y el llamado que quería hacerle a mi papá para contarle de lo que había conseguido, podría compararlo al minuto posterior a que Gabriel Hauche robase la pelota y se la entregue servida a Diego Milito para que defina y sellara el 3-0 final ante Rosario Central. Ese que nos dejó a un paso de ver a Racing campeón luego del 2001.
Pocos recuerdos tengo de la noche anterior al domingo. El calor que hizo esa primera semana de febrero fue anormal. Arriba de los 35 grados, y para colmo durmiendo en el piso y alimentándome con lo justo y necesario en pos del retiro espiritual.
El comienzo de la fecha 19 de la Superliga tuvo a Central Córdoba logrando una victoria enorme ante Aldosivi en Mar del Plata, y a mi periodista y salvador avisándome que solo había podido conseguir una entrada nada más. El verdadero recelo era, además de contarle a mi papá semejante decepción, cómo conseguir al menos un carnet más para que al menos mi hermano, de mediana frecuencia a la cancha, pueda ir al clásico.
El domingo lo inauguré con el fin de la convivencia eclesiástica. Como todo evento emotivo, las sensaciones encontradas después de tantas experiencias fuertes para los que vivimos la fe a diario no son pocas. Y para colmo, me esperaba un Racing-Independiente por la tarde noche sin la certeza concreta de que asistiría al Cilindro. Todo, para no ser injusto con mi hermano.
Era mi viejo al que le tocaba ir a buscarme. Desde mi casa hasta la parroquia donde convivimos los diez días había casi una hora de distancia, sin contar que debía pasar a buscar la única entrada asegurada que tenía. No dejo de aclarar, tampoco, que el humor de mi papá no era el mejor porque no encontraba la billetera, por ende entre los dos no cruzamos más palabras que la dirección del lugar donde teníamos que ir.
Para colmo, más de una vez en el trayecto hasta el reencuentro con el resto de mi familia, en el auto escuché un horrible y nefasto cachetazo: “No me parece justo que uno vaya y el otro no. Lo veremos en casa y listo”. Y yo ya sabía lo que significan sus vemos en casa…
Supongo que eran más o menos las dos de la tarde cuando llegamos y mi mamá nos esperaba con la comida y un abrazo enorme, obvio. No dejaba de darme vueltas en la cabeza que hasta el momento contábamos nomás con un carnet de socio y una entrada a la Platea A del Cilindro. El partido comenzaba a las 19.40 y generalmente metemos dos horas de viaje cuando no tiene tanta trascendencia lo que se está jugando. Si es noche de copa o algún clásico destacado, salimos media hora antes. En fin: tenía 120 minutos para almorzar, solucionar un problema con mi novia, bañarme y decidir si íbamos a la cancha o no.
En el pleno delirio místico que transitaba por el retiro espiritual –generalmente me duran una semana o dos como mucho y solo llevaba una hora desde el regreso-, se me ocurrió afirmar con contundencia que le cedía la entrada a mi hermano para que vaya.
No sería el primero, ni tampoco será el último clásico que me ausente. De todas formas me arrepentí después de tragar el cuarto y último raviol que me entró en el estómago, y le dije a mi mamá que me correspondía ir a mí porque yo había conseguido la entrada.
Media hora de siesta, solucionado el tema noviazgo y un baño en una ducha decente después de una semana y media, fue suficiente para terminar de decidir que mi papá y yo partiríamos para Avellaneda. Fermín organizaría una salida con mi otra hermana para digerir la decepción de ausencia en el clásico y volverían un rato antes para ver el partido en casa.
Todos los rituales previos a ir a la cancha son diferentes pero prácticamente iguales entre sí. Algunos eligen el pucho para contener la ansiedad y otros el porro para disfrutar un poco más. La bebida alcohólica es lo más tradicional pero nosotros la evitamos. En casa somos más sencillos y vamos por las semillitas y la gaseosa para acompañar. Radio La Red nos deleitaba con un San Lorenzo-Vélez fantástico y la conexión constante con las inmediaciones del Cilindro durante un tramo de la autopista. Para la llegada al estadio, mi papá me inculcó la importancia de asegurarse un lugar cómodo y tranquilo, pero no voy a negar que las previas en El Tanque o el playón del Presidente Perón son excelentes para despejar la ansiedad.
El equipo estaba confirmado: volvería Iván Pillud a la derecha, Leo Sigali se recuperaba de una lesión que lo marginó durante tres meses, David Barbona ingresaría y Marcelo Díaz, aquel cuestionado por no tener continuidad, sería titular.
Los nervios en el playón son para todos iguales. La ansiedad por subir las escaleras y levantar el cogote para ver el anillo de arriba es tradición. Esta vez mi primera imagen fueron las tiras celestes y blancas que colgaban de la Platea C hacia abajo. El único detalle y no menor, es que yo tenía entrada para la Platea A y mi papá un carnet de socio prestado. O sea, cada cual viviría los noventa minutos separados del otro.
Que se yo, todos insultamos al pelado Villavicencio que expulsaron cuando quiso hacer tiempo con Campaña. Todos gritamos uhh en el sablazo de Montoya que pegó en el travesaño. La expulsión de Gabriel Arias fue un cachetazo tan inesperado como preocupante, porque Racing tenía en un arco a Independiente y en la jugada previa a que Cecilio Domínguez quedara mano a mano, había pifiado Díaz, Pillud y Miranda. En un minuto la gente pasó de la olla a presión al murmullo con tono de preocupación. Lógico.
El aire que se respiraba en el momento era abrumador pero expectante, tal es así que a Lisandro le quedó una pelota cruzada para definir, un tanto incómoda. Pero los jugadores se fueron al vestuario bajo un aliento ensordecedor. Y volvieron a salir del túnel para los últimos 45 minutos bajo la misma sensación. El tema fue lo que pasó unos segundos después.
A la derecha de mi butaca tenía sentado a dos extranjeros que grabaron casi todo el partido y a mi izquierda, un papá con el pobre nene que –estoy convencido- hacía su debut en el Cilindro. No me animé a saludar a mi querido docente de Deportea y periodista Alex Caniza, el cual le tengo un cariño enorme, que estaba dos metros abajo mío. Es raro ver a tantos plateítas juntos que no respetaran su ubicación y se paren en los pasillos de la tribuna. Los de seguridad se cansaron de pedir que mantengamos los lugares, totalmente en vano. Pero esos eternos treinta y tantos minutos que pasaron desde la expulsión de Sigali hasta la explosión del gol, fueron una emoción distinta por cada segundo que pasaba.
Las atajadas de Javier García, las caminatas de Beccacece, los insultos de Cvitanich al línea, el “nos mataste, boludo” de Lisandro, la banana del Chileno, cada hincha que estuvo presente en Avellaneda y en el mundo… Todo, todo, quedará inmortalizado para la eternidad. Al igual que la garganta de los hinchas cuando Cvita se sacó de encima al defensor, tocó para atrás para que Miranda abra las piernas y Marcelo Díaz definiera con la mente fría como la Cordillera de Los Andes.
Puedo asegurar en nombre de Dios que jamás en mi vida escuché tanto el silencio. Desde mi butaca a casi 100 metros del control de pelota de Díaz hasta mis ojos, pasaron mil cosas por la cabeza. Porque todos sabíamos que una nos iba a quedar. Se sabía en el Cilindro, lo notábamos todos, había un olor a épica terrible. Nadie lo decía, solamente lo transformaba en aliento. En un momento hasta creí estar seguro de preferir un montón de cosas malas con tal de ganar ese partido.
Cuando pasen los años, todos y todas nos vamos a acordar dónde estábamos cuando hicimos temblar una ciudad entera y que hasta hinchas de otros clubes gritaran un gol de Racing. Como así también, pocos recordarán en su mente todo lo que pasó entre que Cecilio Domínguez movió del medio y el árbitro terminó el partido. El tumulto posterior a que Javi García haga expulsar al delantero y el piquete de ojos de Cvitanich a Romero son imágenes que nadie las tiene presentes de haberlas vivido en cancha, a lo sumo pantallazos. Pero nada más.
El abrazo que me di con mi papá en la esquina de Colón y Milito lo tendré grabado eternamente en la memoria. Yo por lo menos, después de tanta previa, lo aseguro. Soy un convencido total de que con ese abrazo nos auto perdonamos el uno con el otro después de cada discusión y maltrato verbal que tuvimos a lo largo del día. No sé si volveremos a vivir tantas sensaciones como aquel 9 de febrero.
Poco importará para propios y ajenos que el gol debió haber sido anulado por mano de Cvitanich, que cuatro días después corté con mi novia y no supe más nada de ella, que una pandemia paralizaría el mundo hasta vaya a saber cuándo, y que eliminaríamos a Flamengo en la Copa en el Maracaná. O que Milito se haya ido momentáneamente del Club.
Ojalá que durante una vida completa de vaivenes y montañas rusas emocionales, todos y todas tengan un nueve de Febrero en sus vidas. Feliz año, hinchas de Racing.